A raíz de mi reciente maternidad me encontré pensando en el viaje
en colectivo, como muchas otras veces pero con un bebé en brazos en esta
ocasión, que las madres llegamos a experimentar con frecuencia momentos de
saturación por el RUIDO incesante.
Nuestras crías lloran o gritan o hablan, hay RUIDO. Estamos
mal dormidas, con el cuerpo cansado, irritables y hay RUIDO… cuando se sale a hacer un mandado, a pasear,
a trabajar, en la misma casa. Autos, motos, colectivos, máquinas, fábricas,
heladeras, computadoras. RUIDO. Ahora, en pleno puerperio y más sensible a algunos
detalles, me encuentro sumergida en un espacio que no es apto ni para mí ni
para mi hijo, espacio que nos es hostil y que contribuye a que esté más
cansada, más irritable y que me aleje más de ese bebé que por su condición no
tiene otra manera de comunicarse que no sea a través del llanto.
Como sociedad naturalizamos completamente el chillido de un
colectivo al frenar porque no se le hacen los mantenimientos apropiados pero
miramos con incomodidad al niño que grita por la ventana del transporte
escolar.
Esta reflexión fue casi en simultáneo con la explosión
ocurrida en mi ciudad, Rosario. Luego de que ocurriera y para facilitar la
tarea de rescate, lo primero que se pidió en la ciudad fue SILENCIO. Ante la
muerte, la tragedia y la conmoción se solicita aquello tan preciado y que
parece haberse ido.
Hoy, para mí, el SILENCIO es lo que permite la conexión con
el interior, el estado que deja acontecer los deseos, la verdad, los
sentimientos, el Ser. Si no hay silencio, no hay nada.
Vivimos, hoy, en un RUIDO constante, un ruido que nos lleva
a hacer más ruido, un ruido en el que no se destaca ni el llanto de un niño, ni
una respiración profunda, la piel junto a la piel, ni el suspiro por la pérdida
de un ser querido.
Este temblor vino a movernos. Vayamos al Silencio, amemos el
Silencio.
1 comentario:
Hola Kai, gracias por tu comentario en mi blog.
un saludo
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